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Familias interespecie: cuando el perro figura en el árbol genealógico

¿Es posible querer a un can, o a un gato, como a un hijo? ¿Por qué el amor incondicional hacia las mascotas es cada vez más común?

Hace un sol radiante en Zaragoza, un día perfecto para celebrar el cumpleaños de Noah. Los aperitivos están listos, las bebidas servidas y la cámara del móvil a punto para grabar el momento de presentar el pastel de cumpleaños. A Noah se le cae la baba, literalmente, al ver llegar su tarta de salchichas. «Para mí, Noah es una más de la familia. Mi marido y yo la tratamos como a una hija», relata Inés Galán, la orgullosa dueña de esta preciosa perra. Inés forma, junto con su marido y la mascota, un nuevo modelo familiar: son una familia interespecie.

En los últimos años, la configuración clásica de la familia está consiguiendo trascender y adaptarse lentamente al nuevo contexto social. De entre todas las formas familiares contemporáneas, una de las más controvertidas, pero que está empezando a llamar la atención de la comunidad científica y ganando momento social, es este modelo familiar interespecie. En él, los humanos y las mascotas gozan del mismo nivel jerárquico dentro del hogar.

Ahora, un estudio publicado en la revista Humanity & Society ha descrito esta relación y cómo los «padres y madres» de mascotas construyen sus roles. Para investigar la psique de este tipo de familias, las autoras del estudio, Nicole Owens y Liz Grauerholz, realizaron encuestas en hogares estadounidenses (en su mayoría blancos) y los resultados revelaron que menos del 20% de quienes participaron en el estudio consideraba a los animales que vivían con ellos compañeros o amigos. El resto los consideraba como hijos, aunque en un grado o nivel de implicación que dependía de si tenían vástagos humanos y de la edad de los mismos.

Cuesta imaginar que podamos conectarnos a un nivel tan complejo y profundo con un animal como con un ser humano, pero la ciencia no tiene el mismo parecer. «Hoy en día existen múltiples estudios con metodologías rigurosas que exploran las propiedades terapéuticas atribuibles al hecho de estrechar lazos con animales no humanos. Se han diseñado procedimientos concretos aplicados a múltiples problemas mentales u orgánicos de primer orden, como soledad en la vejezdepresión mayor, trastornos del neurodesarrollo o procesos demenciales, que cada día disponen de un mayor sustento empírico. No es de extrañar que muchas personas forjen vínculos realmente profundos y significativos con sus mascotas (a las que llegan a considerar como miembros de pleno derecho de sus familias), pues proporcionan desinteresadamente momentos de felicidad (sustentada sobre la aceptación incondicional) e incrementan la calidad de vida», relata el psicólogo miembro de la Sociedad Española de Psicología, docente e investigador Joaquín Mateu-Mollá.

La profundidad de una relación entre dos seres vivos se asocia, directamente, a su capacidad para comunicarse. «Entre dos humanos existe la posibilidad de establecer contactos tanto verbales como no verbales, a través del uso del lenguaje y el cuerpo, respectivamente. No obstante, entre un ser humano y un animal se mantiene la posibilidad de intercambiar información no lingüística, gestual y prosódica (basada en sonidos y onomatopeyas) que aproximadamente representa un 70% del total de la información que podemos transmitir; lo que facilita la comprensión de las necesidades y afectos mutuos», continúa el experto.

El problema de olvidar que un perro es un perro

El modelo familiar interespecie se refiere, como su nombre indica, a una familia formada por distintas especies. Pero tratar a la mascota como a un hijo puede tomar una deriva algo más compleja. «En ocasiones la humanización se da en forma de antropomorfización, que es mayor cuanto más cercano es el animal al humano. Se da especialmente con los perros, con los que compartimos ciertas capacidades conductuales y que conviven con nosotros. De hecho, esta actitud se traduce en tratar a los perros como niños y puede darse porque tienen características típicas infantiles», cuenta Eduardo Polín, psicólogo, profesor adjunto e investigador en la Universidad Europea de Madrid, adiestrador y educador canino.

Aunque tenga una explicación, para la psicóloga especializada en intervención y terapia asistida por animales Maricarmen Castro, miembro del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid y de la Asociación Hydra, dedicada a la terapia con animales, «humanizar al perro es un problema». Desde el punto de vista de esta experta, «las personas que humanizan al extremo a sus mascotas acostumbran a presentar carencias emocionales porque vuelcan todo su cariño y afecto en el animal».

Otra situación común que hace que humanicemos a las mascotas son las adopciones: «Cuando una familia adopta a un perro, normalmente este tiene una historia pasada muy dura y los dueños adoptivos quieren suplir el vacío que ha podido dejar el abandono, hasta el punto de volcarse excesivamente y permitirle cosas como subir al sofá o dormir en la cama», añade la experta. Inés Galán, la «mamá» de Noah, coincide en que su perra «está muy mimada y malcriada, en parte por lo mal que empezó su andadura en la vida, ya que la encontraron abandonada en un contenedor».

Aunque Inés y su familia mixta han conseguido un acuerdo equilibrado. «Es bastante obediente. Hasta hace nada dormía con nosotros en la cama, pero yo decidí que durmiera en la suya y, aunque le costó un par de días, ya lo hace», relata. El caso resalta la importancia de tener unas pautas bien marcadas, «que el perro sepa cual es su posición dentro del núcleo familiar», dice Castro. De lo contrario, alerta, «se puede crear un vínculo afectivo tan extremo que cuando el animal se queda solo en casa tenga ansiedad, destroce, ladre, haga sus necesidades dentro de la casa e incluso derive en comportamientos como gruñir al dueño, gestos, miradas e incluso morderle porque le va a quitar del sofá… y ese sofá es suyo».

Polín coincide: «Cuando se lleva al extremo, se traduce en problemas que repercuten directamente en los propios animales», aunque considera que también es injusto el extremo opuesto a la humanización: la objetualización. «Cosificar es muchísimo más dañino que humanizar, puesto que esto último al fin y al cabo no niega la posibilidad de proporcionar ni de recibir afecto, ni la satisfacción de necesidades en torno a las relaciones sociales, ni la capacidad de un desarrollo psicológico más o menos complejo». Todos tenemos en la cabeza la imagen de los perros abandonados al terminar la temporada de caza o cuando llegan las vacaciones. «La objetualización niega cualquier tipo de relación en la que quepa la posibilidad de bienestar para los dos miembros. Es más fácil que un animal tenga acceso a una vida digna y plena siendo humanizado que siendo tratado como un objeto», añade este experto.

El duelo de perder a un animal

La ciencia lo tiene claro, el vínculo que se crea con las mascotas (especialmente con gatos y perros) se basa en químicas similares a las de las relaciones humanas, según demuestra un estudio publicado en la revista Science, en el que los autores descubrieron que personas y animales se unen emocionalmente del mismo modo que humanos con humanos: mirándose a los ojos. Las miradas mutuas aumentan los niveles de oxitocina en dueños y mascotas, y los perros son capaces de oler la oxitocina, lo que les hace buscar miradas cómplices y transferir esa búsqueda a sus dueños. Un bucle de miradas placenteras que todo el que ha tenido un perro puede reconocer.

Pero una cosa es el amor, que no tiene fronteras (ni especie), y otra cosa es la biología. Lo normal es que los humanos sobrevivamos a los perros y gatos. Si la mascota es un miembro más de la familia, ¿puede el dolor de su inevitable pérdida ser el mismo que cuando perdemos a un ser querido? Mateu-Mollá responde con un rotundo sí. «Lo puedo confirmar a partir de mi experiencia en el ámbito clínico: las personas podemos vernos inmersas en un proceso de duelo cuando perdemos a un ser querido que no solo es una mascota, sino también un amigo», aunque matiza que los límites entre el duelo normal y el patológico son difusos. «Las dimensiones cuantitativas (el tiempo necesario para la resolución) y cualitativas (la experiencia íntima del proceso) del duelo están bruñidas de una indisociable individualidad, por lo que no resultaría conveniente fijar de antemano ante qué tipo de pérdidas debería este tener lugar».

El estudio de Owens y Grauerholz abre una nueva conversación sobre los modelos familiares contemporáneos. Y aunque «no se pueden obtener demasiadas conclusiones a nivel explicativo, dada su naturaleza cualitativa», apunta Polín, «el trabajo es muy valioso por la visibilidad que proporciona a las relaciones familiares interespecie, así como por el hecho de que incide en la necesidad de explorarlas académicamente. Dada la relevancia social que están adquiriendo, considero que es necesario generar conocimiento de calidad con respecto a estos fenómenos».


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